Windsor Joe Innis-que nació en Chicago, un apasionado perseguidor de la luz, de sus efectos sobre el color, de su acción transmutadora frente a la realidad. Es, fácil resulta deducirlo, un enamorado sobreviviente de la visión impresionista, ese revelador descubrimiento de la pintura, hijo, para la historia del arte, del siglo XIX pero que va mucho mas atrás en sus orígenes y se proyecta mucho mas adelante en sus entrañables contenidos, en la imagotabilidad de sus posibilidades.
Por supuesto, resulta casi heroico mantener una cesitura semejante frente a la situación actual del hecho artístico, de su fabulosa apertura multidireccional, de la constante inquietud del artista contemporáneo traducida en la exploración y en el laboratorio por un lado, en el compromiso con la realida que vive, por otro Windsor lo sabe, indudablemente; no solo ha viajado largamente, sino que vive además esas travesías en función del artista que es, observador atento, agudo y lucido. Con estas armas el ha logrado conquistar su insularidad hecha de inagotado asombro frente al paisaje y a la figura, a la luz que los condiciona permanentemente. Una electa insularidad en al que se suman una difícil humildad y una exultante actitud, concelebrantes en una obra que podría reivindicar la afirmación de Claude Monet: “pinto como el ave canta”. De allí que haya marginado toda formulación teórica, toda preocupación intelectual, para seguir solo las voces de la visión, iluminada interiormente, de la naturaleza.
Para este presente de su pintura, es que ha viajado y visto tanto Windsor, encontrando en primera instancia su “camino de Damasco” en los maestros impresionistas que durante un lustro estudio en Francia, incluyendo los antecedentes ingleses. Por eso puede decir ahora: “mis padres son Turner y Constable, Cezanne y Monet, Renoir y Whistler, y tal vez mis abuelos se llamen por un capricho temporal, Boudin y Jongkind”. Ancestros rastreables en sus cuadros, sobre todo en sus paisajes, uno de ellos en especial, “El rio”, que rescata los reflejos de Monet en “Las ninfeas”.
Pero recibida y asimilada la lección del cambiante protagonismo de la luz, de la liberación de las referencias circundantes a través de una ambigua densidad corporal, Windsor va en busca del propio testimonio. De ja Paris y mira hacia Oriente: Japon y Corea. Y allí encuentra su segunda revelación, que asume en su pintura apoyándose en todo su proceso anterior. Tal vez haya encontrado en ese “tempo” distinto en que trascurren los seres y las cosas, la intima justificación de su aislamiento, de esa insularidad de la que se hablaba al comienzo; porque mas alla del acercamiento a una realidad que lo enamora, recoge en ella una suerte do libertad individual que le permite escoger su propio código expresivo, independiente de la problemática que rebulle en su torno y con la que no tiene nada que ver. En esto radica el carácter de su aventura y de su victoria en ella. Podra, seguramente, acercarse a otras realidades que le reclamen claves de su proximidad-como el bello puente pintado en Japon o los penetrados cielos de una playa europea, que traen los ecos de algún lejano Sisley-pero su actitud no cambiara, sobrevivirá en sus obras el espíritu de su visión.